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La civilización occidental, al llevar adelante la mundialización, ha impuesto asimismo su propia narrativa, su forma de ordenar el tiempo y, con ella, su modelo de explotación del planeta. En este sentido, la narrativa de la Historia es directamente del agotamiento de especies y reservas naturales que, de no corregirse el rumbo, pronostican que sí habrá un Final de los Tiempos. Para encontrar alternativas a esta amenaza se hace imprescindible que los pueblos del Sur reafirmen su diferencia histórica y brinden alternativas al modelo agotado.
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La Historia y lo que oculta la globalización
De creer lo que Francis Fukuyama, asesor del gobierno
de Estados Unidos, acuñara en un panfleto a inicios de
la década de 1990, en este siglo XXI, estaríamos
viviendo el "Fin de la Historia". Se trataría
del tiempo del fin de las edades y las naciones, que han de disolverse
necesariamente en una comunidad global que ha resuelto sus diferencias,
y por lo tanto, su historia.
Lo de Fukuyama pretendía ser un golpe al modelo narrativo
occidental y moderno, con su concepto finalista del devenir, eso
que se suele denominar "Historia" con mayúscula.
La Historia, básicamente, es la herencia de la narrativa
bíblica: en ella, el tiempo es lineal y tiende hacia un
fin (en el caso bíblico, el juicio final y el cese del
tránsito por "este valle de lágrimas"
al que fueron deportados los humanos tras el pecado original).
Esta es una noción patriarcal, que no coincide con la idea
femenina de tiempo, regida por los ciclos menstruales, ni con
la de la gran mayoría de los pueblos con narrativas que
no proceden de la semítica, que prefieren concepciones
también circulares. Así, por ejemplo, era circular
-basada en los ciclos de la naturaleza- la ordenación del
tiempo por parte de los miles de pueblos que vivían en
el continente que finalmente fuera llamado América por
los conquistadores europeos. Algo similar ocurre con la de los
africanos que fueron sometidos por Europa y el Islam, mientras
sigue su marcha el ciclo de reencarnaciones de varias culturas
de la India.
Historia y tecnología
Un elemento a la vez cultural y tecnológico, como es
la escritura, es lo que, dentro del modelo occidental, marca el
ingreso a la Historia. Es decir, Occidente entiende por prehistoria
aquella edad en que los humanos carecían de escritura,
y por historia su capacidad de documentar escrituralmente su pasaje
por el mundo. Como a partir del siglo XV y XVI los conquistadores
europeos se encontraban con pueblos que guardaban sus tradiciones
de forma oral, y no escrita, pasaban a considerarlos "pueblos
sin historia". Lo que equivale a decir que la mayor parte
de la población del planeta, de acuerdo a este modelo,
vivía en condición ahistórica, y su conquista
y sometimiento, siempre según este modelo, marcaba su ingreso
a la Historia y a un mundo con teleología, es decir, con
finalidad.
El "progreso"
En el siglo XVI, Nicolás Machiavelo formuló
un cambio dentro de la narrativa de la Historia. El hombre pasaba
a ser su "agente", es decir, quien la decidía.
Ya la narrativa no era de Dios, sino del Hombre. Con el imperialismo
europeo del siglo XVI, además, comenzó a imponerse
a gran escala la explotación de los recursos naturales
sin respetar los ciclos: cavar la tierra para buscar metales preciosos
o retener en presas los cursos de agua para procurar oro fue consecuencia
"natural" de la imposición del Hombre sobre la
Naturaleza. Es decir, explotar los recursos sin importar el cumplimiento
de los ciclos: el Hombre estaba ahí para ser artífice
de su destino y del planeta, es decir, para hacer Historia.
En el siglo XVIII, el viejo modelo judeocristiano conoció
una nueva deriva: amparada en la Razón y el progreso tecnológico,
la Humanidad, fatalmente, debía alcanzar la felicidad.
Georg W. Hegel, posteriormente, dio un nuevo giro a la
sintaxis bíblica: la Historia no era más que la
dialéctica entre el Amo y el Esclavo, y cuando la Idea
se revelara a sí misma, la Historia encontraría
su Fin. Karl Marx, a su turno, dio un nuevo giro: estábamos
viviendo la Prehistoria, cuyo motor era la lucha de clases; cuando
esta lucha viera fin, habríamos llegado -por fin- a la
Historia.
De este breve repaso resulta obvio que lo planteado por Fukuyama
no es más que una vuelta de tuerca a esta sintaxis: la
comunidad global que habría resuelto sus diferencias, gracias
al progreso tecnológico; hegelianamente, la Idea se reconoce
a sí misma en la omnipresencia del capitalismo, y las historias
nacionales (dentro de la sintaxis narrativa, el análogo
al "valle de lágrimas" judeocristiano) se disuelven
en el tiempo sin límites del mundo globalizado: en breve,
con la mundialización habríamos llegado al Paraíso,
esa edad sin Fin.
La falta de legitimidad
La precedente enumeración no tiene otro fin que señalar
que estas teorizaciones sobre la Historia y la conceptualización
del devenir no son más que brotes del mismo árbol
judeocristiano, una sintaxis que, con variantes, se le ha venido
imponiendo a todos los habitantes del planeta. En rigor, el agente
que Occidente ha impuesto al planeta no es otro que la tecnología:
la globalización, más que una "resolución
de diferencias", y más que una edad, es la imposición
tecnológica de un modelo, el de la instantaneidad. A fuerza
de satélites, módems y computadoras, todos los rincones
del mundo han quedado sujetos y, en buena medida, interdependientes:
la mundialización, que comenzó en el siglo XVI con
las aventuras mercantiles europeas, se completa de forma tecnológica.
Es más, carece de toda legitimidad, más que aquella
que señalara Jean-François Lyotard: la del
preformativo cuya única validez es la de autoenunciarse.
No existe ya una narración que pueda legitimar a la tecnología,
porque ya no se cree que ésta conlleve, como se creyó
hasta el siglo XX, felicidad.
Actualmente, el modelo funciona solamente a partir de su rendimiento:
el desarrollo tecnológico de Occidente ha interconectado
al mundo, pero el mundo ya no puede vivir sin tecnología.
Dicho de otro modo, los países del Norte no necesitan ya
de las coartadas ideológicas del pasado (conquistar para
"civilizar", para "llevar el progreso" a esos
pueblos caídos de la Historia) para someter al planeta.
Ahora no hay legitimación, sólo interconexión
tecnológica que, de por sí, está cargada
de ideología occidental, porque fue producida según
los parámetros de desarrollo de Occidente. La medida del
tiempo, otrora para muchos pueblos regida por los ciclos de la
naturaleza o las fases de los astros, devino la del instante,
la del último momento de los noticieros o la actualización
de Internet. Dicho de otro modo, se trata de la imposición
del modelo lineal judeocristiano a través de la tecnología,
ya sin discurso. Paradojalmente, las reivindicaciones que se puedan
hacer a nombre de la "diferencia" nacional, quedan obstaculizadas
por la dependencia al modelo de desarrollo tecnológico.
La salida imposible
Hasta el momento, "emanciparse" de Occidente parecería
tarea ardua y radical, por ejemplo, como la que tomaran los talibanes
en Afganistán (que el resto del mundo vio con sorpresa,
desagrado, hasta que finalmente consintió en su aniquilación)
prescindiendo de computadoras, de televisores y antenas parabólicas.
Esto comportaba, no una "vuelta a la Edad Media", como
insistiera Estados Unidos antes, durante y después de los
bombardeos que derrocaron al régimen Talibán, sino
un intento de escindirse de la Historia (es decir, de esta narrativa
occidental) y de su última enunciación, ésa
que fuerza al planeta a vivir en un mundo instantáneo.
Con sus infinitas diferencias y discrepancias, el planeta no pudo
sino ver en el intento de emancipación de los talibanes
un episodio grotesco, por la sencilla razón de encontrarse
ya por completo "occidentalizado", es decir, "simultaneizado",
dependiente de la tecnología que exportó el Norte,
y con ella, de la ideología que le dio vida.
Paradojalmente, dentro de un relato que carece de legitimación,
el mundo parece haberse totalizado, como pretendía Hegel.
La Historia se ha demostrado una narrativa potentísima,
un mecanismo de sumisión casi inmejorable. Más aún,
si se retoma el modelo mencionado más arriba, se podría
decir que, de las edades del mundo, ha tocado a Occidente dar
al planeta su circularidad y completitud (el equivalente a la
hegeliana idea de sí) y de unificarlo. Pero no se trata
del Fin de los Tiempos, a pesar de que el modelo occidental de
explotación de recursos naturales está amenazando
seriamente el planeta. Los saberes de aquellos pueblos que aprendieron
a medir su transcurrir en consonancia con los tiempos de la Naturaleza
(es decir, con sus ciclos, y no con una fin ulterior) son imprescindibles
para evitar el Fin del Fin. Dependerá de los pueblos de
este mundo, y precisamente de las estrategias a las que recurran
para reafirmar su diferencia histórica, que el devenir
recupere su sentido y, acaso, su legitimidad.
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